ARTÍCULOS / TEXTOS.
Texto.
LA SOLEDAD DE LOS MORIBUNDOS.
Norbert Elias.
Texto.
La resistencia.
Ernesto Sábato.
Artículo.
Kafka y los cabarets de Berlín.
William Ospina.
http://smpmanizales.blogspot.com/2014/01/kafka-y-los-cabarets-de-berlin-1y2.htmlKafka y los cabarets de Berlín.
William Ospina.
Artículo.
Relato de un país que perdió la confianza.
William Ospina.
Artículo.
Elogio
de la dificultad.
Estanislao Zuleta.
Estanislao Zuleta.
La pobreza y la impotencia de la imaginación
nunca se manifiestan de una manera tan clara como cuando se trata de imaginar
la felicidad. Entonces comenzamos a inventar paraísos, islas afortunadas,
países de Cucaña. Una vida sin riesgos, sin lucha, sin búsqueda de superación y
sin muerte. Y por lo tanto también sin carencias y sin deseo: un océano de
mermelada sagrada, una eternidad de aburrición. Metas afortunadamente
inalcanzables, paraísos afortunadamente inexistentes.
Todas estas fantasías
serían inocentes e inocuas, si no fuera porque constituyen el modelo de
nuestros propósitos y de nuestros anhelos en la vida práctica.
Aquí mismo, en los proyectos de la existencia
cotidiana, más acá del reino de las mentiras eternas, introducimos también el
ideal tonto de la seguridad garantizada, de las reconciliaciones totales, de
las soluciones definitivas. Puede decirse que nuestro problema no consiste sola
ni principalmente en que no seamos capaces de conquistar lo que nos proponemos,
sino en aquello que nos proponemos; que nuestra desgracia no está tanto en la
frustración de nuestros deseos, como en la forma misma de desear. Deseamos mal.
En lugar de desear una relación humana inquietante, compleja y perdible, que
estimule nuestra capacidad de luchar y nos obligue a cambiar, deseamos un
idilio sin sombras y sin peligros, un nido de amor y por lo tanto, en última
instancia un retorno al huevo. En lugar de desear una sociedad en la que sea
realizable y necesario trabajar arduamente para hacer efectivas nuestras posibilidades,
deseamos un mundo de la satisfacción, una monstruosa salacuna de abundancia
pasivamente recibida. En lugar de desear una filosofía llena de incógnitas y
preguntas abiertas, queremos poseer una doctrina global, capaz de dar cuenta de
todo, revelada por espíritus que nunca han existido o por caudillos que
desgraciadamente sí han existido.
Adán y sobre todo Eva
tienen el mérito original de habernos liberado del paraíso, nuestro pecado es
que anhelamos regresar a él.
Desconfiemos de las
mañanas radiantes en las que se inicia un reino milenario. Son muy conocidos en
la historia, desde la antigüedad hasta hoy, los horrores a los que pueden y
suelen entregarse los partidos provistos de una verdad y de una meta absolutas,
las iglesias cuyos miembros han sido alcanzados por la gracia —por la
desgracia— de alguna revelación. El estudio de la vida social y de la vida
personal nos enseña cuán próximos se encuentran una de otro la idealización y
el terror. La idealización del fin, de la meta y el terror de los medios que
procurarán su conquista. Quienes de esta manera tratan de someter la realidad
al ideal, entran inevitablemente en una concepción paranoide de la verdad; en
un sistema de pensamiento tal que los que se atrevieran a objetar algo quedan
inmediatamente sometidos a la interpretación totalitaria: sus argumentos, no
son argumentos, sino solamente síntomas de una naturaleza dañada o bien
máscaras de malignos propósitos. En lugar de discutir un razonamiento se le
reduce a un juicio de pertenencia al otro —y el otro es, en este sistema,
sinónimo de enemigo— o se procede a un juicio de intenciones. Y este sistema se
desarrolla peligrosamente hasta el punto en que ya no solamente rechaza toda
oposición, sino también toda diferencia: el que no está conmigo está contra mí,
y el que no está completamente conmigo, no está conmigo. Así como hay, según
Kant, un verdadero abismo de la razón que consiste en la petición de un
fundamento último e incondicionado de todas las cosas, así también hay un
verdadero abismo de la acción, que consiste en la exigencia de una entrega
total a la «causa» absoluta y concibe toda duda y toda crítica como traición o
como agresión.
Ahora sabemos, por una
amarga experiencia, que este abismo de la acción, con sus guerras santas y sus
orgías de fraternidad no es una característica exclusiva de ciertas épocas del
pasado o de civilizaciones atrasadas en el desarrollo científico y técnico; que
puede funcionar muy bien y desplegar todos sus efectos sin abolir una gran
capacidad de inventiva y una eficacia macabra. Sabemos que ningún origen
filosóficamente elevado o supuestamente divino, inmuniza a una doctrina contra
el riesgo de caer en la interpretación propia de la lógica paranoide que afirma
un discurso particular —todos lo son— como la designación misma de la realidad
y los otros como ceguera o mentira.
El atractivo terrible
que poseen las formaciones colectivas que se embriagan con la promesa de una
comunidad humana no problemática, basada en una palabra infalible, consiste en
que suprimen la indecisión y la duda, la necesidad de pensar por sí mismo,
otorgan a sus miembros una identidad exaltada por participación, separan un
interior bueno, el grupo, y un exterior amenazador. Así como se ahorra sin duda
la angustia, se distribuye mágicamente la ambivalencia en un amor por lo propio
y un odio por lo extraño y se produce la más grande simplificación de la vida,
la más espantosa facilidad. Y cuando digo aquí facilidad, no ignoro ni olvido
que precisamente este tipo de formaciones colectivas se caracterizan por una
inaudita capacidad de entrega y sacrificios; que sus miembros aceptan y desean
el heroísmo, cuando no aspiran a la palma del martirio. Facilidad, sin embargo,
porque lo que el hombre teme por encima de todo no es la muerte y el sufrimiento,
en los que tantas veces se refugia, sino la angustia que genera la necesidad de
ponerse en cuestión, de combinar el entusiasmo y la crítica, el amor y el
respeto.
Un síntoma inequívoco
de la dominación de las ideologías proféticas y de los grupos que las generan o
que someten a su lógica doctrinas que les fueron extrañas en su origen, es el
descrédito en que cae el concepto de respeto. No se quiere saber nada del
respeto, ni de la reciprocidad, ni de la vigencia de normas universales. Estos
valores aparecen más bien como males menores propios de un resignado
escepticismo, como signos de que se ha abdicado a las más caras esperanzas.
Porque el respeto y las normas solo adquieren vigencia allí donde el amor, el
entusiasmo, la entrega total a la gran misión, ya no pueden aspirar a
determinar las relaciones humanas. Y como el respeto es siempre el respeto a la
diferencia, solo puede afirmarse allí donde ya no se cree que la diferencia
pueda disolverse en una comunidad exaltada, transparente y espontánea, o en una
fusión amorosa. No se puede respetar el pensamiento del otro, tomarlo
seriamente en consideración, someterlo a sus consecuencias, ejercer sobre él
una crítica, válida también en principio para el pensamiento propio, cuando se
habla desde la verdad misma, cuando creemos que la verdad habla por nuestra
boca; porque entonces el pensamiento del otro solo puede ser error o mala fe; y
el hecho mismo de su diferencia con nuestra verdad es prueba contundente de su
falsedad, sin que se requiera ninguna otra. Nuestro saber es el mapa de la
realidad y toda línea que se separe de él solo puede ser imaginaria o algo
peor: voluntariamente torcida por inconfesables intereses. Desde la concepción
apocalíptica de la historia, las normas y las leyes de cualquier tipo son
vistas como algo demasiado abstracto y mezquino frente a la gran tarea de
realizar el ideal y de encarnar la promesa; y por lo tanto solo se reclaman y
se valoran cuando ya no se cree en la misión incondicionada.
Pero lo que ocurre
cuando sobreviene la gran desidealización no es generalmente que se aprenda a
valorar positivamente lo que tan alegremente se había desechado o estimado solo
negativamente; lo que se produce entonces, casi siempre, es una verdadera ola
de pesimismo, escepticismo y realismo cínico. Se olvida entonces que la crítica
a una sociedad injusta, basada en la explotación y en la dominación de clase,
era fundamentalmente correcta y que el combate por una organización social
racional e igualitaria sigue siendo necesario y urgente. A la desidealización
sucede el arribismo individualista que además piensa que ha superado toda moral
por el solo hecho de que ha abandonado toda esperanza de una vida
cualitativamente superior.
Lo más difícil, lo más
importante, lo más necesario, lo que de todos modos hay que intentar, es
conservar la voluntad de luchar por una sociedad diferente sin caer en la
interpretación paranoide de la lucha. Lo difícil, pero también lo esencial, es
valorar positivamente el respeto y la diferencia, no como un mal menor y un
hecho inevitable, sino como lo que enriquece la vida e impulsa la creación y el
pensamiento, como aquello sin lo cual una imaginaria comunidad de los justos
cantaría el eterno hosanna del aburrimiento satisfecho. Hay que poner un gran
signo de interrogación sobre el valor de lo fácil; no solamente sobre sus
consecuencias, sino sobre la cosa misma, sobre la predilección por todo aquello
que no exige de nosotros ninguna superación, ni nos pone en cuestión, ni nos
obliga a desplegar nuestras posibilidades.
Hay que observar con cuánta desgraciada
frecuencia nos otorgamos a nosotros mismos, en la vida personal y colectiva, la
triste facilidad de ejercer lo que llamaré una no reciprocidad lógica; es
decir, el empleo de un método explicativo completamente diferente cuando se
trata de dar cuenta de los problemas, los fracasos y los errores propios y los
del otro cuando es adversario o cuando disputamos con él. En el caso del otro
aplicamos el esencialismo: lo que ha hecho, lo que le ha pasado es una
manifestación de su ser más profundo; en nuestro caso aplicamos el
circunstancialismo, de manera que aún los mismos fenómenos se explican por las
circunstancias adversas, por alguna desgraciada coyuntura. Él es así; yo me vi
obligado. Él cosechó lo que había sembrado; yo no pude evitar este resultado.
El discurso del otro no es más que un síntoma de sus particularidades, de su
raza, de su sexo, de su neurosis, de sus intereses egoístas; el mío es una
simple constatación de los hechos y una deducción lógica de sus consecuencias.
Preferiríamos que nuestra causa se juzgue por los propósitos y la adversaria
por los resultados.
Y cuando de este modo
nos empeñamos en ejercer esa no reciprocidad lógica, que es siempre una doble
falsificación, no solo irrespetamos al otro, sino también a nosotros mismos,
puesto que nos negamos a pensar efectivamente el proceso que estamos viviendo.
La difícil tarea de aplicar un mismo método
explicativo y crítico a nuestra posición y a la opuesta no significa desde
luego que consideremos equivalentes las doctrinas, las metas y los intereses de
las personas, los partidos, las clases y las naciones en conflicto. Significa,
por el contrario, que tenemos suficiente confianza en la superioridad de la
causa que defendemos como para estar seguros de que no necesita, ni le
conviene, esa doble falsificación con la cual, en verdad, podría defenderse
cualquier cosa. En el carnaval de miseria y derroche propio del capitalismo
tardío se oye a la vez lejana y urgente la voz de Goethe y Marx que nos convocaron
a un trabajo creador, difícil, capaz de situar al individuo concreto a la
altura de las conquistas de la humanidad.
Dostoievski nos enseñó
a mirar hasta dónde van las tentaciones de tener una fácil relación
interhumana: van no solo en el sentido de buscar el poder, ya que si no se
puede lograr una amistad respetuosa en una empresa común se produce lo que
Bahro llama intereses compensatorios: la búsqueda de amos, el deseo de ser
vasallos, el anhelo de encontrar a alguien que nos libere de una vez por todas
del cuidado de que nuestra vida tenga un sentido. Dostoievski entendió, hace
más de un siglo, que la dificultad de nuestra liberación procede de nuestro
amor a las cadenas. Amamos las cadenas, los amos, las seguridades porque nos
evitan la angustia de la razón.
Pero en medio del pesimismo de nuestra época
se sigue desarrollando el pensamiento histórico, el psicoanálisis, la
antropología, el marxismo, el arte y la literatura. En medio del pesimismo de
nuestra época surge la lucha de los proletarios que ya saben que un trabajo
insensato no se paga con nada, ni con automóviles ni con televisores; surge la
rebelión magnífica de las mujeres que no aceptan una situación de inferioridad
a cambio de halagos y protecciones; surge la insurrección desesperada de los
jóvenes que no pueden aceptar el destino que se les ha fabricado. Este enfoque
nuevo nos permite decir como Fausto: También esta noche, Tierra, permaneciste
firme. Y ahora renaces de nuevo a mi alrededor. Y alientas otra vez en mí la
aspiración de luchar sin descanso por una altísima existencia. Fuente
Discurso de aceptación del Doctorado Honoris Causa otorgado por la Universidad
del Valle, Cali, 21 de noviembre de 1980.
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